jueves, 24 de junio de 2010

La princesa de los cuentos.

Empiezo este cuento algo perdida, sin saber muy bien que escribir, pensando que quizá una idea alumbrada a medianoche no es la adecuada para vislumbrar una historia que realmente valga la pena.
Pero sin importar las circunstancias en las cuales surgió esto, puede que le demos algún valor especial para cada uno, a medida que nuestros ojos avanzan en la lectura de este relato.
Florence

Amanecía el sol sobre los ventanales de la inmensa habitación, mientras las cortinas blancas flotaban sacudidas por la brisa matinal. Y yaciendo en la única cama que ocupaba este cuarto, una niña dormía plácidamente entre sabanas de seda, rodeada de las celosías todavía sin descorrer.

-Princesa, princesa- una voz masculina la apartaba lejos de su sueño.- Despierte, que ya es hora de desayunar.
Un gruñido molesto se dejo escuchar y la niña lentamente se irguió sobre las almohadas, murmurando un saludo.
-Buenos días… ¿está todo listo?- preguntó pese a que la respuesta fuera ya conocida.
El hombre la miró con una sonrisa y no le contestó, limitándose a señalarle el vestido prolijamente colocado sobre el un sillón cercano.
-Debe de vestirse, Señorita.-continuó- Si no llegará tarde y todas sus actividades quedarán desplazadas.

Descorrió por completo las celosías, tomó en sus manos las ropas y las llevó hacia la cama. Con un chasquido de sus dedos una sirvienta entró en la habitación y el se retiró.
-La estaré esperando, Princesa.- dijo sonriente cerrando la puerta tras de sí.

En esa mansión ella era llamada Princesa pese a que no poseyera sangre real.
La empleada la desvistió y le colocó un camisón ligero. Luego el miriñaque y un faldón, para finalmente continuar con el vestido. Ajustó el corsé y peinó con delicadeza la cabellera de la Princesa. Ella observaba tristemente en el espejo su figura engalanada, y suspiró distraída. El mismo comienzo todos los días.

Fue arrastrada hacia las escaleras, tomada de la mano por su nana, y un pequeño tropiezo le valió una dura reprimienda y una amenaza de castigo por su torpeza. “Las princesas no pueden equivocarse o cometer alguna falta” era el dicho favorito de su nana desde que ella tenia memoria.
El desayuno estaba servido en una mesa ricamente adornada con la platería más exquisita de la casa y oficialmente el día de la jovencita dio comienzo.
Clases de geografía, historia, aritmética, francés y muchas otras, la atestaron por el resto de la mañana, hasta la hora del almuerzo. Necesitaba una pausa en medio de tanta rutina.
Fue en ese momento que decidió hacer una pequeña huida. Sería una fuga por poco tiempo, y nadie se asustaría dado que tenia la tarde libre.
Vistió lo mas pobre que pudo, y con la ayuda de una sirvienta salio por la puerta del personal de la mansión. Mas animada porque todo estaba saliendo bien, despreocupadamente se dirigió hacia el lugar que llamaba su atención.
Un edificio antiguo y de gran porte, que antes fuera un banco y ahora era una enorme biblioteca, era su destino final. Las puertas de roble eran altísimas, y ella aproximaba que debían de triplicar su estatura como mínimo. Se sintió en cierta forma intimada por el aire solemne que despedía la estructura entera, pero no se dejo llevar por ello.
Traspasando el umbral se encontró con un maravilloso paraje: hermosas pilas de libros dispuestas prolijamente en sus estantes, separados por escaleras tan altas como la puerta de la entrada, incontable cantidad de mesas con sillas cromadas y donde el guarda de la biblioteca se sentaba, un escritorio amplio lleno de ficheros desperdigados por aquí y por allá.
Todo el salón estaba adornado con motivos de origen Indio, dando al lugar un aspecto místico y relajado. Totalmente absorta, se quedo de pie en la entrada sin saber a donde dirigirse.
-Disculpe, ¿busca algo?- un hombre vestido con pantalones de vestir negros, y una camisa blanca la miraba. Su cara era algo más oscura que la suya, que era pálida y con rasgos arios, mientras que la de el tenia ojos rasgados y negros.
-¿En que puedo servirle?- la pregunta se deslizo de los labios del joven, quien miraba curiosamente a la niña, mientras se acuclillaba a su lado
-No busco nada en especial, me llamo la atención el edificio- murmuro algo avergonzada.
-Ya veo, aquí mucha gente viene por curiosidad- dijo levantándose y poniendo sus brazos cruzados en señal de duda-. Sígueme, algo encontraremos para ti.
Le indico con un gesto amable que se corriera de la puerta.
-Me llamo Indra, soy el ayudante del bibliotecario-
-Ameline- respondió-. Solo una estudiante.
Indra le mostró la biblioteca lo mas que pudo, haciendo hincapié los recovecos donde encontrar las obras que nadie leía, pero que sin embargo ella no entendía porque.
-Son libros muy lindos, te hacen pensar muchas cosas- decía haciendo pucheros.
- A la gente de hoy en día no le conviene pensar- respondía el joven indio-, pensar puede traer problemas.
Ameline no estaba para nada de acuerdo, y a medida que avanzaba más en el recorrido de ese lugar de ensueño, menos quería irse.
Pero al final de la tarde, llego el momento de despedirse, y ella lo considero correcto. Indra no la reto por escaparse.
-Yo también vine aquí escapando- dijo cuando Ameline pensaba que el iba a reprocharle lo que consideraba que estaba mal-. Lo que esta mal, seria que abandonaras tu casa sin decir nada y que no volvieras.
El joven indio se ensombreció levemente.
-Yo me fui porque no tenía hogar- la miró con esos ojos negros y brillantes.
En ese momento la princesa no pudo entender porque se puso triste, ni porque lo decía. Tampoco pudo encontrar sentido a esas palabras hasta mucho tiempo después.
-Debo irme, es tarde- Ameline también se puso algo triste- ¡Pero prometo regresar algún día!
Sacudía fuertemente su mano mientras se alejaba por la calle. Indra sonreía, tristemente, pero sonreía para ella.

...

Pero Ameline no regreso a la biblioteca, e Indra no pudo volver a encontrarla.
Pasaron los años, y las guerras raciales comenzaron.
Mientras que ella vivía a la luz del día, su amigo indio sufría los pormenores de su condición extranjera, las disputas que sin sentido sobre el color de su piel.
Diez años atravesaron los cielos que ambos veían, pero que sin embargo no era el mismo. Y con el tiempo se olvidaron de la existencia del otro.
Pero siempre quedo en ellos la sensación de que sin importar nada, los dos seguían siendo lo mismo.
Esos libros que les habían enseñado a pensar diferente, los habían marcado para siempre.

Y ambos esperaron que su recuerdo continuara vivo en el otro.

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